17.12.12



De cuando todos deseamos morir 
por lo menos un ratito
 
Resulta que quiero dormir cansado, y no despertar jamás. Dormir profundamente, como por cuatro días, y soñar que en algún lado estoy, soñando a otros o soñándote. No sé quién seas, ni siquiera sé si estás viva, o estoy vivo. Sólo sé que es en sueños que te veo. Pero nada más. Cómo quisiera recuperar la memoria de juguetes perdidos. Hay plastilinas que saben a metal. Dormir es la cosa más placentera del mundo. Pero lo es más la muerte. O por lo menos, la muerte queda. La que se reúne en nuestros pechos y decide desvanecernos un poquito. A veces sucede, cuando estamos enamorados. Pensamos en juguetes perdidos, como que la primera manifestación de amor es un objeto con el que aprendiste a imaginar. Creo que todos queremos estar con alguien que nos impulse a imaginar. A olvidarnos que estamos solos, a olvidarnos que estamos muertos, para luego morir un poquito con ellos. Cuando duermes con una pareja, todas las noches mueres un poquito. Un ratito. Es así como dormimos. Es así como soñamos. Tengo mucho que no recuerdo un sueño. Tengo mucho que recuerdo el olor en la mano derecha de mi madre. La olvidada. La nunca recuperable. La que murió para un siempre diminuto. Instante corroído por un tiempo que se inventó a sí mismo. Hay juguetes en la vida que son como las palabras, un objeto más que huele a metal y a galaxia ajena. Hay juguetes que, como los recuerdos o las palabras, ayudan a extraernos de nosotros mismos. Resulta que quiero dormir y pensar en eso otro que nunca ha llegado: la paz, la armonía, una mañana clara en la que pueda despertar y acordarme que este mundo es magnífico y cruel, y que sólo resta ser un espíritu distante que nada controla y que todo domina con su mirada alejada. Pienso mucho en una infancia que ya no está ahí. Es por la época del año. Quiero escribir como se camina en una ciudad desconocida. Que se pinten poco a poco las rarezas del entorno. A ver si de ellos se extrae un recuerdo, o por lo menos un amor recuperado. La sensación de que siempre al otro lado de la calle pasa algo más interesante que aquí. Y que la mano perfumada que una vez oliste es la mano perfumada que has perseguido toda tu vida. Te molesta que el tiempo se asesine, como si nada. Como si fuese un juguete diminuto que te compró tu madre, según dicen los recuerdos de otros. Me gusta la idea de volver a sentir el aroma del gas lacrimógeno, o por lo menos en estas tierras, el inútil descubrimiento de que los seres humanos somos unos virus con zapatos. Pero debo retraerme. Evitar el sinsentido. Volcarme por los vacíos de la concreción y el seguimiento lógico de las ideas. Dejar que el mar sea río, que el río sea lago, que las aguas del pensamiento fluyan con tranquilidad. Nadie quiere mareas inciertas. Yo lo único que quiero es dormir. En medio de una tormenta. De un tormento. Poder sentir el latido que descansa en el pecho de una mujer. Escuchar sus temores, escuchar el temblor de esa humanidad que adoras, la que te hace llorar o te hace soñar. Siempre hay de dos sopas. Dos formas de que suceda el milagro. Un milagro, el que sea pero que sea milagro. La vida como muchedumbre que se pierde a lo lejos, en una turba indómita, ansiada de deseo, soñando su sueño enloquecido, un baile diminuto que deja una estela de memoria rabiosa. Todos los ojos son los mismos ojos, todas las sonrisas, imaginadas, reales, son la misma sonrisa. Todo aliento que reposa de boca en boca es un único aliento. Tengo que dormir. Descansar hasta más no poder. Y dormir mientras duermo. Aunque dicen que desde hace tiempo todos estamos dormidos.