29.6.07

no hay mucho qué decir para acompañar esta reflexión de uno de mis héroes, el que me dice siempre que bien pude haber vivido en el siglo XVIII sin problemas (salvo el mal aliento y el hecho de que no se bañaban)

Sobre el genio.
Denis Diderot

En los hombres de genio: poetas, filósofos, pintores, oradores, músicos, hay una cualidad particular, secreta e indefinible del alma, sin la cual no pueden ejecutar nada grandioso o bello. ¿Es acaso la imaginación? No. He visto imaginaciones buenas y fuertes que prometían mucho pero no llegaron a nada, o a muy poco. ¿Es acaso el juicio? No. No hay nada más común que los hombres de gran juicio, cuyas producciones son fofas, blandas y frías. ¿Es el ingenio? No. el ingenio dice cosas lindas pero solo hace cosas pequeñas. ¿Es la calidez, la vivacidad, el ímpetu? No. La gente cálida hacen mucho y no producen nada de valor. ¿Es la sensibilidad? No. He visto algunos cuyas almas son rápida y profundamente tocadas, que no pueden escuchar un relato elevado sin ser ascendidos más allá de sí mismos, transportados, embriagados, enloquecidos: es un rasgo patético y, sin derrame de lágrimas, tartamudean como niños cuando hablan o cuando escriben. ¿Es acaso el gusto? No. el gusto oculta defectos más que producer belleza: es un regalo que más o menos adquirimos, y no está en el dominio de la naturaleza. ¿Es acaso una cierta conformación de la cabeza y las vísceras, una cierta constitución de los humores? Pudiera estar de acuerdo con esto, pero sólo con la condición de que confesemos que ni yo ni nadie tiene una noción precisa de esto, y de que le añadamos el poder de la observación. Cuando hablo del poder de observación, no me refiero al mezquino espionaje diario de palabras, actos y expresiones, tan familiar este tacto para las mujeres, quienes lo poseen en un grado mucho mayor que los hombres más inteligentes, que las más grandes almas, los genios más vigorosos. Esta sutileza, la cual compararía con el arte de pasar mijos por el ojo de una aguja, es un miserable estudio diario, cuya utilidad es doméstica y trivial, con la ayuda de un valet que engaña a su amo, y su amo engaña a aquellos para los cuales él es el valet, escapándose de ellos. El poder de la observación del que hablo se ejerce sin esfuerzo, sin controversia. No es mirar, es ver. Aprender; se expande sin estudiar. No tiene fenómenos presentes, pero afecta a todo, y lo que quedan son significados que los otros no tienen. Es una máquina rara que dice: “Esto es falso o verdadero…” y ese es el caso. Se nota en todas las grandes cosas, y en las pequeñas. Este tipo de espíritu profético no es el mismo en todas las condiciones de la vida: todo estado tiene el suyo. No siempre es garantía en contra de una caída, pero las caídas que ocasiona nunca llevan al deprecio, y siempre son precedidas de la incertidumbre. El hombre de genio sabe que le está confiando en el azar, y sabe esto sin haber calculado las probabilidades a favor o en contra. Estos cálculos ocurren completamente en su cabeza.


28.6.07

Comienza a ser problemático para mí todo el discurso sobre los "esfuerzos incipientes" de los creadores. Cómo no salimos del atolladero de pensar en el trabajo de artistas sólo a partir de la realización del trabajo y no a partir de una reflexión sobre el sentido que tiene, dentro del marco de su creación. Estamos acostumbrados a valorar una obra artística o literaria sólo por el hecho de que existe, que está ahí, que fue publicado tal o cual libro, que fue presentada tal o cual exposición, pero sin pensar en el contenido, la forma, los significados que arroja la obra al espectador-lector.
Nombramos los nombres y decimos que crean. Lo que no decimos, lo que no pensamos, es "acerca de qué" se trata lo que están creando. Cuando se ha dado el caso, las reflexiones tienden a ser apresuradas, superficiales, y terminan siendo absorbidas por el discurso original de "hay que terminar esta reseña, así que sólo me voy a referir a lo valioso que es que tengamos oportunidades para que las obras se realicen, y lo importante que es para la comunidad que existan este tipo de cosas."
Zzzzzzzzzzzzz.
Leemos las reseñas de exposiciones y vemos cómo los reseñistas caemos en la valoración chata y gastada: "Este es un nuevo talento", "Hay que valorar los esfuerzos de este nuevo talento", "fulano de tal acaba de publicar un libro. Es importante que se publiquen libros. Por lo tanto, es valioso que esta persona haya publicado su libro."
Cualquier persona de mente sana se preguntaría, "OK...¿y?"
Ese "...¿y?" es importante.
Es importante, porque es el comienzo del verdadero discurso, aquel que dialoga, disputa, refiere, analiza y pondera las cualidades de una obra. Revisa sus sentidos, la intertextualidad, las aproximaciones al oficio, los procesos de estetización, las alusiones a otras obras, los acercamientos, los logros y las repeticiones que tal o cual manifestación artística ofrece.
¿Qué tiene de malo mantenerse en un discurso que sólo hace referencia a la existencia de las obras, pero que no indaga al interior de ellas, que sólo celebra, como dije, la mera existencia de las mismas?
Por un lado, los creadores no crecen. El arte, en cualquiera de sus manifestaciones, necesita polémica. Necesita problematizarse, de manera que pueda crecer, nutrirse de los puntos de vista divergentes, de las contingencias reflexivas que nacen de las percepciones que una u otra persona --en el campo podrían ser los "críticos"-- pueda obtener de la experiencia de estar frente a una obra de arte, de leer un libro, de regodearse en el mero placer de vivir con lo que las obras le ofrecen.
Las "polémicas" a las que se refieren normalmente las reseñas o reflexiones sobre una obra, giran alrededor de cuestiones bien circunspectas: "tal o cual persona SÍ tiene oportunidad de publicar/exponer, porque es amigo de las instituciones, porque es protegido, porque es una vaca sagrada, etc."
Nuevo y más extendido zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.
Esta actitud de reflexión que solamente hace referencia al acto y no al sentido que otorga, convierte nuestro entendimiento del arte y la literatura local en un mero ejercicio de identificación y archivo. El "acto" (una obra artística, una performance, una novela, un cortometraje) es lo único que se conserva de la experiencia que surge de la obra. Se identifica, se reconoce, se valora. . .y hasta ahí.
Otra idea chata y simplista: "debemos apoyar a las artes/a la creación/a la manifestación de los nuevos valores/ a la lectura / a todo lo que sea expresión".
Mi pregunta es: ¿Por qué?
Y lo que es más, ¿Para qué? ¿A quiénes va dirigido este apoyo? ¿Quiénes benefician de él?
Cuando sepamos responder sensatamente a la "necesidad de apoyo", y nos demos cuenta que nuestras razones se sustentan en una visión romántica e idealista del arte y la creación, en ese momento, podremos reconocer el sentido que tienen las manifestaciones artísticas.
Y la exposición de Julio Torres, ocurrida el lunes pasado, y que yo considero una pieza que ofrece una multiplicidad de lecturas sensibles, es un ejemplo de esos "esfuerzos incipientes" que ya no merecen el trato que recibieron, tanto de nosotros como público, de las instituciones que colaboran en el ejercicio de brindar estos productos culturales a la sociedad, como de los creadores en general, que somos los más inclinados a ningunear el trabajo de otros. Y sin fundamento, para acabarla de amolar.
En fin.

25.6.07

E l a m o r e n l a p o s t m o d e r n i d a d
(Ejercicio: estos posteos iniciaron el 24 de mayo de 2007. Forman parte de un posteo que irá creciendo, replanteándose, reafirmándose, reconceptualizándose, conforme las reflexiones sobre el tema central –el amor en la postmodernidad— vayan indicando nuevas posturas, valoraciones, teorizaciones, etc.)
(Por ejemplo, esta misma indicación es una modificación de la indicación original.)
(El objetivo es permitir que un texto que teorice acerca del amor, crezca, en este mismo espacio y en ninguno otro, conforme crezca el conocimiento del amor, conforme crezca la experiencia personal, autobiográfica del amor, conforme crezca el amor mismo, como idea, como sentimiento, como estado de ser, como concepto, como elemento inescapable de la experiencia humana.)
(Y es que eso es lo que sucede con cosas como el amor.)
Amamos, porque estamos muertos. Los que amamos en la postmodernidad, lo hacemos desde la muerte de la idea del amor, vista como algo imposible pero todavía imprescindible para la experiencia humana. Es una muerte dulce, ahogada con espinas azucaradas del tiempo y su devenir. Los que amamos en la postmodernidad, en algún momento de este viaje, descubrimos que detrás de las sensaciones están las ideas, y que estas ideas aluden a una infinidad de referencias que nada tienen que ver con lo real, o en este caso, la idea del amor como algo ineludiblemente real, y al mismo tiempo, siempre construido en la mente. Amar en estos tiempos, pues, se convierte en un desierto de imaginarios creados, soñados, ideados según nuestras apetencias, deseos y valoraciones morales, espirituales, estéticas. El compromiso con este mundo de sensaciones, su extracción de su circunstancia simulada, estetizada --pero en realidad se trata de una estética cínica y fatalista--, es lo que distingue a los amantes de los "amantes". Hay quienes aman porque el imaginario cultural del mundo les refiere al acto de amar como parte ineludible de la vida. Hay quienes aman porque es un dictado del cuerpo y la mente. Porque hay otros ojos que imaginas pensar desde su particular interior, porque tu voluntad de poder te dicta que ese otro cuerpo amante se encuentra lleno de significados, un desierto de miradas y “conexiones” con el devenir de otro cuerpo. Tomas la mano de la mujer o el hombre amado, y caminas junto a él o ella en las vistas de algún sitio turístico, urbano, paisajístico y demás, evitando en todo momento que esa imagen se convierta en imagen, esto es, en la escenificación y enmarcamiento de tu vida. La imagen del amor tiene que morir en la conciencia para que pueda subsistir, no como “acto”, sino como presencia y experiencia de vida.
Porque hoy en día, sólo puede amarse desde la muerte.

¿Estaremos refiriéndonos acaso a aquella configuración existencialista que una vez llamamos la "muerte en vida."?

¿Estaremos hablando acaso del “grado cero de la experiencia del amor”?
El amor en la postmodernidad es el comienzo de otro tipo de amar. Probablemente la única forma posible de amar en estos tiempos.

***
Todos amamos, a pesar del fatalismo con el que enfrentamos dicha sensación. Tal parece que amamos para caer en el desamor, y en el proceso, vivimos el amor como vivimos la nostalgia: siempre lúcida, siempre presente, no obstante, el amor termina como sentimiento que siempre va a pérdida, que ya fue a pérdida, incluso antes de que inicie el proceso de pérdida. Incluso, en la actualidad, llamar "sensación" al amor nos sitúa en el plano de las experiencias sensibles medidas por el cálculo y el ordenamiento sistemático de nuestros tiempos: el odio es explicable, las enfermedades son procesos de somatización, el estrés es “controlable” a partir de que es identificable como fenómeno de comportamiento físico-humano, el amor es, simplemente (siempre “simplemente”) una de las tantas sensaciones que invaden el reino del cuerpo. Lo trágico y a la vez lo grandioso de la postmodernidad es que tenemos una explicación para sensaciones como el amor. En dichas explicaciones, todo puede ser visto desde el plano de lo sublime y desde el plano de lo ordinario al mismo tiempo. La ciencia (el dios más tangible y aproximable de nuestros tiempos, distinguido por ese poder de ubicuidad que tanto le exigimos al creador, ya que, si Dios declara que está en todas partes, ¡lo mismo hace la ciencia!) establece como verdad "científica" (lo cual nosotros leemos como verdad absoluta, inamovible, y por lo tanto, trágica) todos los pormenores de aquello que llamamos amor. El amor ingresa a conceptos de lo bioquímico, o al plano del “engaño de los sentidos” (o del lenguaje, en todas sus variaciones: escrito, hablado, corporal, sonoro) se vuelve por lo tanto en una cuestión pasajera, efímera, precisamente porque es supuestamente identificable su origen, y por lo tanto, su destino : los cuerpos dotados por circunstancias de entorno con ciertas sustancias que generan reacciones físicas y que se reproducen en el pensamiento como la información sensible que comunica estar enamorado(a) de otra persona. Por lo tanto, esto también trae como consecuencia que dotamos al amor de una “duración determinada”, y nos devolvemos a una percepción de los sentimientos como provistos de una estructura de vida que señala inicios, desarrollos, clímax, conflictos y decadencias. El descubrimiento de la "narratividad" con el que pueden ser vistas nuestras experiencias de vida hacen del amor sentido una historia siempre en búsqueda de un final, esperanzadoramente trágica, sublimemente fugaz y permanente al mismo tiempo.

(Lo que se concluye de esto: la ciencia le quita el encanto mágico al amor. Incluso, designa a este entendimiento del amor como "mágico", una categoría determinada: forma parte de esa herencia del orden social-simbólico de la antigüedad, la idea del amor y su magia como algo que heredamos del romanticismo, de la narratividad de las emociones inexplicables, de las emociones inspiradoras, del "impulso del espíritu", ahí donde todos nos vemos ingenuos e ignorantes, porque aun "creemos en el amor." No obstante, en la pérdida de la inocencia es donde encontramos el tipo de amor que se vive en la postmodernidad. Una suerte de “amor a pesar de” la infinidad de circunstancias, eventos, conceptos y descubrimientos que lo identifican, lo enmarcan, lo definen y le otorgan una duración y un efecto determinados. Un círculo engañoso de la razón jugando con la intuición, un sitio sin sitio donde perviven el instinto y el orden lógico de la ciencia).
Entonces, probablemente preferimos no amar, porque caer en las redes de esa sensación es aceptar debilidad, flaqueza, o en el peor de los casos, entrega a un estado de ser que consideramos ingenuo, o visto de otro modo, “ciego” ante la realidad apabullante que otorga el sentido de lo irónico.
Los que amamos somos unos pobres ilusos. Ingresamos al mundo de las creencias: “¿Todavía crees en el amor?, Por favor, no seas ingenuo(a)". Vemos a través del espejo retrovisor de nuestros autos y, mientras la vista se desplaza por todo el escaparate comercial de nuestro imaginario postmoderno, buscamos la canción perfecta que defina un estado de ánimo que siempre se siente momentáneo. Y comenzamos a creerle a los que no creen.
He vivido experiencias últimamente que me definen dentro del marco de un amor postmoderno. Una madrugada a las cinco de la mañana de una noche en octubre me situó en una escena donde escuchaba una canción de Gustavo Cerati, mientras ella manejaba su auto y ambos nos perdíamos en una suerte de sinsentido que buscaba dentro de nosotros un sentido determinado. La canción fue –por lo menos para mí— el contrapunto, la metaforización del momento. Y me mantuve callado toda la trayectoria. Preferí no buscar sentido a las cosas. Preferí vivir. Sobre este tipo de esencias descansa el amor en la postmodernidad.
La postmodernidad está llena de candados: para el amor ya hay una explicación, y cualquier explicación pasada ya ha sido también explicada. Le tenemos un miedo terrible a la ingenuidad, y al mismo tiempo, asumimos las experiencias de nuestras vidas con una ingenuidad tremenda.
El amor en la postmodernidad se somete al escrutinio del estudio: identificamos los índices y los anteponemos a la posibilidad de tener una relación que consideremos duradera. Incluso permanente. Para esto, reconocemos que el amor no puede más que derivar en desamor.
Verificamos los porcentajes de personas divorciadas, somos objeto de estos índices, o nos encontramos frente a frente con la realidad de lo que no permanece, cuando nosotros mismos o en nuestro entorno familiar vemos cómo los matrimonios se disuelven, las parejas se distancian, el amor se deja de "sentir", las vidas de las personas cambian, evolucionan por separado. Leemos un artículo que explica cómo esto se debe a la reducción en la producción de serotonina en nuestro cuerpo, después que el cuerpo deseado-amado ingresa a nuestro reino de lo familiar. Y no podemos pensar en estrategias e ilusiones que contribuyan a la permanencia. Esto es quizá debido a que el mundo nos enseñó a odiar la permanencia, es anatema para cualquier persona que se precie ser “de estos tiempos” (ahí donde nadie es fiel, las relaciones serán siempre pasajeras y es preferible probar de todos los frutos que comprometerte con las delicias lentamente encontradas de un solo fruto en particular); preferimos la sensación de ahogo de los movimientos dinámicos y lo permanente se vuelve sinónimo de estático. (Por cierto: no nos damos cuenta de la extrema poetización que ocurre en los cuerpos permanentes.) Es una sensación de ahogo… y es una sensación de vacío al mismo tiempo. Además –y esto le añade contradicción al asunto, algo por cierto muy postmoderno—en medio de su carácter esquizofrénicamente contradictorio, detrás de todos estos procesos de rebeldía en torno a la permanencia (“yo no estoy hecho para una sola mujer/yo no estoy hecha para un solo hombre”), se encuentra la amenaza de la soledad.
Y luego cuestionamos el verdadero valor de la compañía. Y luego cuestionamos la verdadera ausencia de la soledad. No nos entendemos en el camino, y de cuando en cuando volteamos de nuevo al espejo retrovisor para ver si, de pura casualidad, alguien en el camino nos recuerda a él o a ella.

22.6.07

Piensa por un segundo --¿qué sucedería si todos esos mundos, infinitamente densos y cambiantes, de cosas en tu interior, y en cada momento de tu vida, terminaran siendo de algún modo completamente abiertos y expresables a posteriori, después de que lo que pensaste que eras tú ya se hubiera muerto, ya que, qué si, posteriormente, cada momento en sí mismo es un mar infinito o lapso o paso de tiempo con el cual puedes expresarlo o transmitirlo, y ni siquiera necesitas de alguna lengua organizada, que puedes, como dicen, abrir la puerta y estar en la habitación de cualquiera otra persona, junto con todas tus propias formas multiformes e ideas y facetas?
David Foster Wallace, Good Old Neon
Es difícil en la actualidad apasionarte por una escritura. Me refiero a un tipo de escritura, me refiero a una manera de pensar por escrito, de usar las palabras para conllevar a otro tipo de mismidad, reconocer tu propio pensamiento en el pensamiento escrito de otro. No se trata de afinidad, de encontrar ideas similares a las tuyas. Se trata de encontrar "construcciones" que apelan a una concepción preclara de la comunicación y el pensamiento contemporáneo. Se trata de la materialización del pensamiento en escritura. Creo que es la parte que más me gusta de este oficio. La posibilidad de crear bloques vivos de códigos que apelan a "algo". Me hace pensar que en esta locura informática, lo único que hacemos es decodificar jeroglíficos cada vez más sensibles. Y quizá cada vez más difíciles de descifrar.
Esta no es una defensa o exaltación a la literatura de David Foster Wallace. Es un homenaje a una manera de aproximar el ejercicio literario. Sobre todo por el modo como produce no sólo sentidos, sino también sentidos al interior de los sentidos, esta palabra resonando en su doble connotación (sentido=significado, sentido=medio de percepción). El párrafo citado se "siente" como un bloque difícil de roer. Incómodamente complejo en sus vericuetos (sans barroquismo, ya que se trata de puro ejercicio racional; es lo que más me encanta), podemos "ver" el párrafo como una densísima torrecilla de obleas secas que producen angustias y ahogos en el paladar. Queremos agua, un poco de agua por favor, para poder digerir el montón de sinsabores que se acumulan en la boca.
Es una pregunta enorme, que conlleva a una reflexión enorme sobre la imposibilidad de contenerlo todo, todo esto contenido en un bloque de 9 líneas.
Este tipo de escrituras, densas como si fueran nueve obleas apiladas y listas para ser degustadas por una boca seca, está llena de sentidos, lucha por no conformarse con la observación rápica e ingeniosa, alude a la supremacía de la razón regida por la intuición, y al final, genera una representación verbal sobre sinsabor del pensamiento.
Por eso odio mucha de la narrativa mexicana. No deja de tener ese sentido de retórica clásica, de construcción de arcos tradicionales, de heroizar a los personajes y sumergirlos en su propia tragicomedia. Los más afortunados apelan a una suerte de desterritorialización; (es curioso que la mayoría de ellos son escritores que han tenido oportunidad de viajar: el espasmo de las nuevas ciudades que habitan les otorgan esa capacidad oximorónica de "asombro con desapego" muy propia de escritores avezados en existencialismo clásico combinado con un rampante "oficio de consecución con la lengua española" que los hace cada vez más morosos cuando se trata de invertir ingenios y experimentaciones no con el lenguaje, sino con el acto de narrar) los menos afortunados creen que van a suceder a Carlos Fuentes.